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miércoles, abril 24, 2024

ARMAGEDÓN DE SOBREMESA Luis G. Abbadié

 


 


Ese día, mientras una mujer lloraba los golpes de su marido, en vano deseando tener el valor para dejarlo; y un estudiante de filosofía que hubiera entregado su tesis en dos semanas moría por el antojo de un policía; y una joven se probaba por vez primera, temblando de entusiasmo, su vestido de boda; y todos los hombres y mujeres de una ciudad que bien podría haber sido cualquier otra, vivían sus vidas, homogéneas por encima de su misma diversidad… el sol se volvió más intenso sobre calles y edificios, con lo cual se acentuaron las sombras. Por un instante, tan breve que se diría que nunca ocurrió, lo imperceptible dejó de serlo; y en un punto del entramado, en un café de la avenida Chapultepec, un hombre y una mujer malabareaban ideas.

-Mi problema -decía Mauricio, buscando las palabras adecuadas- no es con los aparatos, sino con su uso. Digamos que no confío en la naturaleza humana; creo que si no hemos hecho cosas peores, es porque nos faltaban recursos para lograrlo… Pero ahora ya los tenemos: computadoras, realidad virtual. Internet, ingeniería genética…, cosas más peligrosas que cualquier arma o plaga. No sólo pueden estancar nuestro desarrollo individual y cultural, también serán la herramienta perfecta para manipular a la humanidad, más que la economía, más que la religión. ¡La computadora va a ser el punto focal de la existencia de cada ser humano!

Mauricio calló, recordando su taza de café. Ya estaba tibio.

-Si eso pasara, ¿tratarías de hacer algo, de oponerte? -preguntó Cordelia de repente, escrutándolo.

-Soy muy conformista -se encogió de hombros-. No creo que lo que yo haga o deje de hacer pueda cambiar nada. Algunos lo harán, pero dudo que tengan éxito -lo pensó un momento, y añadió-, cuando mucho, podría escribir sobre ello. Pero la literatura de protesta no es lo mío. Claro, a veces sí hago de pasada alguna crítica; si se me ocurre de repente, y no estorba, ¿por qué no? Esas cosas salen de manera inconsciente, ¿a ti no te pasa?

-Yo nunca soy tan… espontánea -dijo Cordelia- Siempre escribo siguiendo un… un cauce directo. No pongo nada que sobre.

-Pues yo… -Mauricio le hizo señas al mesero, sin éxito-. Más bien, abro algunas puertas al azar, nomás para ver qué pasa -logró ser visto, y pidió más café para ambos. Calló, mirando a Cordelia; ella miraba sus propios pensamientos.

-¿Sabes qué? -el índice de Cordelia lo encañonó-. Dices que no te gustan las computadoras, el futuro mecanizado; tampoco eres sistemático al escribir. Se me hace que le tienes miedo al orden excesivo, te parece limitante.

Mauricio encontró lógico el razonamiento, aunque no necesariamente cierto. Sonrió.

-Tal vez algo hay de eso -entonces se le ocurrió algo más-. ¡Y tal vez lo que a ti te repele es el caos, el no tener a qué sujetarte!

-Touché -repuso Cordelia, riéndose. Tal vez, pensó, lo que dijo sobre Mauricio también era aplicable a ella misma… y viceversa.

-Sería bueno que pudiéramos intercambiar métodos -comentó Mauricio, añadiendo mucha azúcar a la taza que acababa de ser colocada delante suyo-. ¡Como si fuera tan fácil! -recapacitó, cínico.

Cordelia trató de verse a sí misma escribiendo sin concierto, siguiendo cualquier impulso loco. Sacudió la cabeza; imposible.

Y sin embargo…

El silencio se había asentado una vez más, Mauricio abrió la boca para dar voz a una digresión que se había estado guardando, pero no alcanzó a hacerlo, pues Cordelia, presa de la tentación del desafío, propuso contra toda sensatez:

-¿Probamos?

*

Esa noche, mientras un cartonista político se desvelaba entintando una sátira presidencial; y una prostituta hacía soportables las experiencias del día con una dosis de marihuana; y un párroco oficiaba la última misa de su vida, con una jaqueca que pronto florecería en embolia; y una madre abrazaba por primera vez a su nuevo hijo delante de una enfermera sonriente; y un hombre desempleado, sin dinero, abandonado por su esposa, abordaba un taxi con un revólver en la cintura, dispuesto a cobrarle al mundo un día más de vida; y todas las vidas en la ciudad se entretejían, se truncaban, recomenzaban, bajo una luna siempre cambiante, siempre la misma. Y en confines distintos de la ciudad, ésta velaba mientras dos imaginaciones trazaban mundos.

Cordelia se sentó ante su computadora; las palabras se multiplicaban en el monitor, narrando la vida de un hombre angustiado por el cáncer de la tecnología que había transformado a su ciudad. Casinos de realidad virtual prometían cualquier fantasía concebible, las bibliotecas se habían convertido en salas de acceso público y asesorado a la Red; Guadalajara se regodeaba en el paraíso de la comunicación global, donde cada uno escuchaba lo que quería escuchar…

Aquel desolado escritor enemigo del progreso pasaba las noches leyendo frágiles y obsoletos libros impresos; pero, resignado, enviaba sus obras a las revistas virtuales y los apartados literarios de la Red.

Escribía sobre el pasado.

Hasta el día que visitó, por primera vez en varios años, la vieja catedral cuyas torres seguían siendo un blasón de la ciudad, una de esas cosas que habían sabido permanecer. Y en el empenumbrado interior, antes de salir huyendo sin esperanza de encontrar refugio, vio a la congregación postrada ante un holograma del Crucificado…

A partir de entonces, escribió sobre el presente. Era en vano, pero no le quedaba más consuelo que renegar de ese mundo que ya no era el suyo.

Pero alguien lo escuchó; sujetos con importantes credenciales vinieron a decirle que su protesta no había sido inútil. Desconfió, pero dejó de hacerlo cuando se produjeron cambios rápidos, milagrosos… Y a partir de entonces, volvió a vivir, mecanografiaba sus obras; frecuentaba una biblioteca repleta de libros impresos nuevos y viejos; convivía en persona con hombres y mujeres que, como él, carecían de computadora…

Nunca sabría que estaba viviendo dentro de un escenario virtual, creado con base en sus fijaciones anacrónicas, en una clínica para sujetos inadaptables.

*

Esa noche, también, Mauricio se sentó ante su vieja máquina de escribir, y un ruidoso tecleo llenó página tras página con el pánico de una mujer cuyo hogar era un mundo cimentado en las glorias de la cibercultura, donde ningún sueño era irrealizable… Hasta el día que ese alma artificial de la raza humana que era Internet fue infectada por un cáncer de entropía, algo que provocó que cada fragmento de información contenido, o trasmitido por computadoras, se distorsionara una y mil veces, adoptando diferente sentido -o careciendo de uno- para cada usuario que lo consultara.

Técnicos, científicos y caudillos repartían opiniones, teorías, órdenes y súplicas que nadie captaba, pues no tenían otro medio que no fuera la Red para difundirlas, y ésta era Babel. Y la mujer que vio colapsarse al mundo se había atrincherado en su casa, espiando desde la ventana a los saqueadores, a los supuestos culpables camino a su linchamiento, a los vacuos profetas apocalípticos.

La mujer veía escasear sus alimentos, mas no podía salir pues Guadalajara ya no era ciudad, sino matadero. Inicialmente creía, luego quería creer, más tarde rogaba poder creer, que alguien encontraría la manera de restablecer la cordura de la Red; pero nada pasaba.

Todas las mañanas, miraba entre lágrimas el monitor mentiroso, esperando ver un cambio, una buena nueva; luego se sentaba en el suelo para escribir en los muros y alfombras cualquier cosa que se le ocurría, pues allí los textos no cambiaban. A veces se preguntaba si alguien llegaría a encontrar estos versos compuestos de símbolos, iconos y siglas computacionales en lugar de palabras; estas elegías que colmaban los muros, escritas en el idioma universal, dedicadas a ese mundo que acababa de morir.

*

Cordelia y Mauricio escribieron hasta entrada la noche, y releyeron sus textos con cierta melancolía. Sólo ahora se percataron de que habían olvidado el desafío literario que se habían impuesto, cada uno había escrito a su manera habitual. Cordelia trató de anticipar la reacción de Mauricio cuando leyera su cuento, y sonrió. Él, por su parte, observó cuán poco tenía la protagonista de su cuento en común con su inspiradora. Cordelia consideró obras, ideas y resultados; Mauricio repasó deseos, opciones y posibilidades. Y mientras lo hacían, la ciudad escribía sus vidas.

*

Intercambiaron manuscritos por encima de la misma mesa que habían ocupado el día anterior, bromeando acerca de cómo ninguno de ellos había respetado el acuerdo. Y mientras se leían mutuamente, absorbiendo las historias de dos vidas trastornadas, futuras y ficticias, la ciudad florecía en vicio y anhelo, risas y miedo; y cada hombre, cada mujer vivía para sí misma, girando con el entramado al que todos pertenecían.

*

Concluida la lectura, Cordelia y Mauricio se miraron.

-Alguna clase de virus podría hacer eso -dijo Cordelia.

-¿Eh?

-Lo de tu cuento; un virus podría atrofiar así la Red. Pero, ¿para qué iba alguien a hacer eso?

-¿Para evitar lo que pasa en tu cuento? -propuso Mauricio.

Pero toda la ciencia, la medicina, la filosofía, se perderían…

-Tal vez no -Mauricio sonrió ante su propia idea-. ¿Qué tal si el virus no destruye la información, si sólo impide el acceso a ella?, así les quitarían el poder a los manipuladores…

-… para remplazarlos -completó Cordelia.

-Cuando no hay opción… -Mauricio se encogió de hombros-. Bueno, pero esto permitiría racionar el uso de la Internet y de la realidad virtual, neutralizando las adicciones…

-Lo peor es que podría funcionar -se maravilló Cordelia, pensativa.

Callaron, y la pausa se prolongó. Mauricio intercambió con ella una mirada igual de remota, igual de directa; una vez más, de sus labios pugnaba escapar una digresión. Ahora; si lo decía, tenía que ser ahora.

En torno a ellos, tiempo contuvo el alimento; las posibilidades florecieron, y el destino se volvió maleable. Por un instante, cualquier cosa era posible…

Y muy lejos, en un futuro que no era preestablecido ni probable, sino apenas factible, pero más semejante a sus ficciones de lo que podían imaginar, Cordelia y Mauricio hablaban en un café muy distinto a éste, en la Abadía de Thelema, con voces despojadas de su actual desenfado.

-Es posible -decía Cordelia, reticente.

Él añadió, con la voz pesada de quien se condena a sí mismo.

-Es necesario.

Se rieron; se rompió la tensión, nada sucedió, el momento pasó.

Comentaron los cuentos, sus lecturas y sus vidas. Hablaron, como muchos hablan; especularon, como cualquiera puede hacerlo, acerca del destino del mundo, sin mayor o menor perjuicio para éste. ¿Qué consecuencia podría tener, después de todo, una mera charla de café, entre dos personas que ni siquiera compartían una misma perspectiva? Abandonaron el café despidiéndose, y se marcharon en direcciones opuestas a lo largo de la avenida Chapultepec, desconcertados por la difusa impresión de que podrían haber seguido otro -y mejor- camino; pero éste es tan bueno como cualquier otro, para quienes habían estado a punto de contraer la trascendencia.

 

FIN

 

Luis G. Abbadié: Guadalajara, 1968. Se especializa en literatura fantástica, horror, paganismo y esoterismo. Ha participado en talleres literarios con Flaviano Castañeda, Víctor Manuel Pazarín, Gabriel Gómez, Roberto Villa y Raúl Bañuelos, entre otros. Ha colaborado en revistas y antologías de México, España, Chile y Argentina, tales como Tierra Adentro, Luvina, Umbrales y Redrum (Argentina). Guionista y dibujante para Minerva Cómics (1994-2001), y actualmente para El Círculo de Acuario. Sus libros publicados incluyen: El grito de la máscara (Minerva, 1998), Códice Otarolense (2002), El sendero de los brujos (2004), Noches paganas: Cuentos narrados junto al fuego del Sabbath (2008), y las dos primeras partes de la trilogía El código secreto del Necronomicón: 2012 (Rémora, 2010) y Los tiempos delfín (Keli, 2012).


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Armando Palacio Valdés .- La Aldea Perdida {Portada y Reseña}

 


Escrita en 1903 por el novelista español Armando Palacio Valdés, "La aldea perdida" es una obra exponente del realismo español y la sociedad asturiana de la época.

La novela refleja el lento y traumático cambio de una sociedad. De un sistema totalmente agrícola, se va cambiando poco a poco a un sistema industrial en la Asturias de finales del siglo XIX principios del XX. Es un relato que contiene sobre todo humanidad. Los personajes son entrañables y se les coge cariño rápidamente. Una historia triste donde conocemos de antemano a los que van a ser los perdedores, pero que esta salpicada por la alegría de vivir de sus habitantes. 
La obra presenta la vida de una aldea en donde viven los protagonistas: Nolo y Demetria. Su vida y sus amores se truncan cuando en el valle se inician las explotaciones mineras, momento en el que llegan nuevas costumbres que transforman las antiguas tradiciones.

* Gratis en Amazon formato Kindle
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miércoles, abril 17, 2024

POR EL HUMO SE SABE DÓNDE ESTÁ EL FUEGO James Holding, Jr.


 

 


 

Para ir a Washingtonville, Pennsylvania, sales de Pittsburgh por la Ruta 78 hacia el este, luego sigues treinta y dos kilómetros hasta la entrada de Riverton a la autopista de Pennsylvania. Antes de llegar a Washingtonville, dejas atrás un supermercado enorme recién puesto y atraviesas un valle poco profundo, pasando a ambos lados de la carretera siete gasolineras, tres tiendas de comestibles, dos sucursales bancarias, y un solar lleno de camiones que están allí esperando la carga, además de varios bares razonablemente limpios cuyos principales clientes son camioneros.

Justo antes de salir de este valle poco profundo por la cuesta oeste, puedes echar una mirada rápida al montón de casas apiñadas al borde de la carretera. Has llegado a Washingtonville. Y como el accidente ocurrió en la carretera 78, casi a tiro de piedra del ayuntamiento, entró en la jurisdicción de la policía local. Y fue el teniente Randall el que se hizo cargo del caso. Pero este personaje jamás habría capturado al asesino sin la ayuda de una camarera llamada Sarah Benson.

El 16 de diciembre, a las cinco y media de la mañana, un Plymouth del año 1954, que seguía la ruta 78 hacia el este, subió con dificultad la cuesta de la colina que anunciaba el límite oeste del pequeño valle de Washingtonville. El coche acusaba algunos problemas con el motor; avanzaba muy lentamente dando tirones y sacudidas. En aquel lugar acababan de retirar el palmo y medio de nieve que había caído el día anterior, y grandes montones blancos se agrupaban a ambos lados de la carretera. Todavía no había amanecido, y hacía un frío de mil demonios.

Dentro del coche, Hub Grant dijo a su mujer:

-A ver si tenemos suerte y encontramos una gasolinera o un garaje al otro lado de la colina. Habrá que hacerle algo al cacharro este si queremos que nos lleve a Connecticut.

Ella asintió con ansiedad.

-Es tan temprano, Hub. Me temo que no encontraremos nada abierto a estas horas. Deberíamos haber parado en uno de esos moteles que hemos pasado.

-Ojalá lo hubiéramos hecho -admitió el marido.

El coche llegó a la cima. El valle de Washingtonville apareció ante ellos cubierto por un manto de nieve, silencioso. Únicamente lo alumbraban unas cuantas farolas solitarias.

Y aquél fue el momento en que el motor del Plymouth eligió para pararse por completo.

Pero Hub se aprovechó de la pendiente para echarse a un lado de la carretera. El morro del coche quedó sepultado en un montón de nieve, que afortunadamente sirvió de colchoneta para el golpe. También comprobaron que había una gasolinera a pocos metros. El hombre salió del coche y fue hasta allí caminando, en medio de la oscuridad. Todavía no había ningún indicio de que el amanecer se aproximara. Poco más tarde, comprobó que la gasolinera estaba desierta y que no la abrían hasta las siete durante las mañanas de invierno.

Hub volvió al coche.

-No hay nadie. -Miró carretera abajo, en dirección a Washingtonville-, Supongo que deberemos ir caminando valle abajo. Debe haber algo abierto. ¡Madre mía, qué frío hace aquí fuera! Tú espérame sentada, cariño, y deja las puertas cerradas. ¿Vale?

-Bueno -aceptó ella-. No tardes demasiado.

-Vendré enseguida, espero.

Cerró la puerta de un golpe y caminó en dirección al hipermercado.

Eran las cinco horas y cuarenta y un minutos.

En aquel mismo momento, Sarah Benson se encaminaba desde su casa, situada en las afueras de Washingtonville, hacia la carretera 78, allá donde ésta bordeaba la periferia de la ciudad, junto al hipermercado. Llevaba un pesado abrigo, con una bufanda verde; su pelo era castaño rojizo. A ella le tocaba aquella semana abrir El Descanso de los Camioneros de Wright y preparar la primera cafetera gigante del día para los camioneros entumecidos por el cansancio y el frío. Los más madrugadores no tardarían en llegar. La mayoría de ellos eran clientes habituales; sabían que la Cafetería de Wright se abría a las seis en punto, que el brebaje que se servía allí estaba bueno y caliente, y que Sarah Benson era la camarera más bonita que había entre Nueva York y Chicago.

Cuando llegó a la carretera, ella se dirigió a su lugar de trabajo, que estaba a unos noventa metros, carretera abajo, del aparcamiento del hipermercado. Hacía un frío horroroso, se debían estar rondando los cero grados, pensó Sarah.

Y todavía la calle estaba oscura. No había nadie por allí. Sólo de vez en cuando un auto o un camión pasaba a su lado a toda velocidad. De pronto, cuando estaba hurgando en su bolso, buscando la llave de la Cafetería de Wright, oyó los pasos de un hombre a su espalda, en la carretera.

Se volvió sorprendida y contempló una silueta oscura que se acercaba por el oeste, cuya larguirucha figura se dibujaba contra el blanco de la nieve apilada a ambos lados de la carretera. El hombre la vio al mismo tiempo, según parece, porque levantó un brazo y la llamó:

-¡Eh, oiga, un momento, perdone…!

Sin que importara lo que quisiera decir, no logró terminar la frase. Un coche vino hacia él como un cohete, carretera abajo y por el carril derecho, por el que iba Hub Grant. Los faros delanteros del coche le cegaron de pronto. Sarah vio cómo intentaba torpemente echarse a un lado, sobre la nieve, para tratar de esquivar el golpe del vehículo que venía a toda velocidad. Pero fue demasiado tarde…

Presa de pánico, la bella camarera contempló cómo el coche resbalaba de un modo salvaje, al pisar el freno el conductor, y escuchó un chirrido de la goma al frotar contra el asfalto. Acto seguido, sus ojos recorrieron, con todo detalle, como si se lo hubieran pasado a cámara lenta, el arco descrito por el cuerpo del peatón después del desagradable sonido de su impacto contra el parachoques. Finalmente, presenció cómo aquel desgraciado iba a aterrizar sobre un montón de nieve, componiendo una grotesca postura, con los brazos y las piernas extendidos, a menos de dieciocho metros de donde ella se encontraba.

Únicamente fue un reflejo tardío el hecho de que se le ocurriera mirar el coche. Vio cómo disminuía la velocidad, hasta casi detenerse, y se encendían las luces de los frenos. Sarah creyó que se pararía pero, en aquel momento, con un golpe desesperado de energía aceleró y se alejó por la carretera hacia la colina del este.

La camarera no pudo dar crédito a sus ojos.

-¡Pare! -gritó hacia el coche mientras éste se perdía a lo lejos-. ¡Pare! -creyó que le iba a dar algo-. ¡Ha atropellado a un hombre!

Al mismo tiempo que chillaba, las luces del coche asesino guiñaron un momento y, luego, desaparecieron por la colina oriental.

Sarah intentó controlar el temblor de sus piernas y el súbito dolor que sentía en el estómago. Corrió hacia el hombre que yacía inmóvil sobre la pila de nieve. Cuando comprobó que no se podía hacer nada por él, regresó a la cafetería, abrió la puerta con la llave, encendió las luces y llamó por teléfono a la policía de Washingtonville.

Eran las cinco horas y cincuenta y cinco minutos.

El teniente Randall llegó al lugar del accidente a la misma hora que la ambulancia, es decir, a las seis y cinco, cuando ya asomaba el primer débil rayo de luz. Para entonces, un montón de coches y un camión habían parado junto a la pila de nieve, atraídos por el espectáculo que el cadáver y la sangre ofrecían, y también debido a la esbelta figura de Sarah Benson, que esperaba a los representantes de la ley en pie, al lado del cuerpo sin vida.

Cuando Randall pisó la acera, hizo que un policía quitara de en medio a los curiosos, una vez que se supo que ninguno de ellos había sido testigo del accidente. Luego, ordenó que la víctima fuese trasladada al hospital de Washingtonville, donde, según el parte médico, ingresó cadáver. Horas más tarde, se conoció la causa del fallecimiento: múltiples lesiones internas y externas, así como fractura de cráneo.

El teniente se hallaba sentado ante una de las mesas de El Descanso del Camionero, junto a la única testigo del accidente, la señorita Sarah Benson. Esta procuraba ayudar en cuanto podía, aunque todavía no se había recuperado de la impresión del accidente. Se estaba tomando una taza de su propio café, para combatir los nervios.

Pese a que a Randall le urgía obtener una descripción lo más exacta del vehículo «asesino», tan pronto como le fuese posible, no pudo dejar de advertir la belleza de la testigo… lo bien que su cabello cobrizo contrastaba con la piel delicada y los ojos azules.

-¿Qué clase de coche era? -le preguntó.

-No lo sé. Estaba oscuro. Y como venía hacia mí, los faros me cegaron. No podría decir nada sobre él.

El policía suspiró.

-Me lo temía. Pero usted siguió viéndolo después de que atropellara al hombre, según me ha dicho… ¿Eso cuándo fue? ¿Mientras se iba alejando?

-Sí.

-¿Y no pudo reconocer el modelo?

-No. Sólo sé que era de color oscuro. De eso estoy prácticamente segura. Y las luces de frenado estaban encendidas, de un rojo brillante, antes de que el conductor decidiera emprender la huida.

-Y esas luces de frenado -preguntó Randall-, ¿de qué forma eran?

-Me parece que redondas -contestó Sarah.

-¿Le parece? ¿No está segura?

-Estaba muy asustada…

-¿Eran grandes y redondas, o pequeñas y redondas…? -insistió el teniente.

-Supongo que redondas, y ni pequeñas ni grandes -dijo Sarah-. En realidad no me fijé…

-Usted ha visto el coche por detrás -la interrumpió Randall con rudeza-. Sabe que las luces de frenado estaban encendidas, y no había nada entre usted y el coche. Seguro que vio el número de matrícula, o por lo menos la placa. Piense un poquito.

-Lo estoy haciendo, oficial.

-Y bien, ¿la matrícula era de Pennsylvania? ¿O de Nueva York? -Todavía tenía esperanza-. ¿La vio?

Ella movió la cabeza lentamente.

-Me temo que no.

-¡Maldición, tiene que haberla visto! -exclamó Randall.

La chica le sonrió, consciente de lo ansioso que estaba de que le proporcionase alguna pista sobre el coche.

-No -insistió ella en voz baja-, no vi ninguna placa.

El teniente se sonrojó.

-Lo siento, señorita Benson. Pero una descripción del auto, o cualquier detalle, resultan imprescindibles si queremos capturar al conductor. Supongo que lo entiende, ¿no?

Y si no vio la placa o la matrícula, ¿tampoco le llamó la atención algo en particular? No sé, una abolladura en el parachoques trasero; alguna ventanilla rota; una pegatina fosforescente…

Ella cerró los ojos y trató de eliminar el horror que había sentido hacía unos minutos. Permaneció callada durante un rato. Luego, abrió los ojos y dijo:

-No recuerdo nada más. Sólo esa nube de vapor blanco que salía del tubo de escape y que me ocultaba en cierto modo la parte de atrás del coche…

Randall se puso de pie.

-Bueno, pues gracias de todos modos. Tendremos que arreglárnoslas como podamos con esta descripción tan general. Seguro que la parte de delante del coche ha quedado dañada. Al menos, sabemos eso. Encontramos una pieza metálica que se le desprendió del golpe, y también eso ayudará. -Se volvió y, por un momento, guardó silencio. Luego, pidió a la camarera-: ¿Podría venir hoy a la comisaría y firmar una declaración? Siempre es bueno disponer de un testigo ocular.

Sarah se terminó de beber el café y tomó el abrigo que había colgado en una percha, detrás del contador.

-Iré ahora mismo -dijo-. Jenny se hará cargo del local mientras tanto.

Aquélla era una muchacha pálida y larguirucha, que ya estaba sirviendo café a cuatro camioneros en un extremo del largo mostrador de Wright.

-¡Magnífico!-exclamó Randall-. Yo mismo la llevaré. Vamos.

Eran las seis horas y veinticuatro minutos.

Cuando Amos White llegó a las siete menos cuarto para abrir su gasolinera, encontró un Plymouth medio metido en una pila de nieve, a la derecha de un solar que había al lado de la estación de servicio. Lo ocupaba una joven sentada sola en la parte delantera, con cara de preocupación, que mantenía la barbilla metida dentro del cuello vuelto de su jersey de lana.

Amos abrió la estación. La mujer salió del coche y le preguntó con timidez si podía usar el teléfono. El hombre dijo que sí, y la oyó llamar a la policía. Hizo lo que pudo para consolarla en los primeros minutos tras enterarse de que había quedado viuda. Se le acababa de informar de que su marido, Hub Grant, había sido atropellado por un auto, que conducía una persona todavía no identificada.

El reloj de Amos marcaba las siete en punto.

Todos estos hechos sucedieron en poco más de una hora, en Washingtonville, en la mañana del 16 de diciembre. Después, durante las siguientes seis horas, hasta la una de la tarde, no se produjo ninguna novedad.

Por lo menos eso le pareció al teniente Randall. Por supuesto, él facilitó los confusos datos, que tenía en su poder, a la policía estatal, a la del condado y a la local. Y solicitó su cooperación para la localización y captura del auto y del conductor, respectivamente. También efectuó un peinado del tramo de la carretera 78, que iba desde el hipermercado hasta la colina oriental, con la vaga esperanza de encontrar algún otro testigo que le facilitara una descripción más detallada del coche que la que le había proporcionado Sarah Benson.

Pero no tuvo suerte.

Ésta no le acompañó hasta la una, hora en la que estaba comiéndose un sandwich de pan de centeno con jamón, a la espera de alguna noticia sobre el coche. Repentinamente, el sargento de guardia le llamó desde el piso de abajo de la comisaría, para avisarle de que había una mujer que quería verle. Él ordenó que la acompañara; y, al cabo de un momento, Sarah Benson entró en la oficina.

El teniente tragó apresuradamente el bocado que estaba masticando y se levantó con torpeza.

-Bien -dijo-. Aquí estás de nuevo, Sarah.

Ella enarcó las cejas levemente al ver que, por primera vez, Randall la tuteaba, pero no hizo comentario alguno. Se sentó en una silla, frente a él.

-Aquí estoy de nuevo, teniente. Se me ha ocurrido algo que podría serle de ayuda.

-Perfecto -se animó el policía-. ¿De qué se trata?

-¿Recuerda usted mi declaración sobre el auto? -empezó ella a decir.

-Desde luego. -Sacó la declaración mecanografiada de un cajón y se la entregó-. ¿Qué ocurre… hay algún error?

Sarah leyó despacio el papel.

-Una nube de vapor blanco salía del tubo de escape y no pude ver la placa ni ninguna otra señal que pudiera servir para identificar el vehículo.

Randall se quedó mirándola.

-¿Y qué pasa con eso? Ya me hablaste de ello esta mañana. El tubo de escape echaba mucho humo. Probablemente necesitaba una reparación. Yo he dado esa información a los muchachos.

En aquel momento ella se había animado.

-Esa nube de vapor -insistió inclinándose hacia adelante en la silla-, no era sólo ese humo que sale de la carburación. Me pareció más blanca, como una neblina o el vaho que te sale cuando respiras en una mañana fría.

-¿Sí? ¿Y qué sucede con ese vapor blanco? -preguntó Randall.

Ella no respondió directamente.

-¿Conoce usted la Cafetería de Wright, donde yo trabajo? Justo enfrente, cruzando la carretera, se encuentra el aparcamiento donde Jensen deja todos los camiones, mientras sus conductores esperan una carga o una orden de trabajo.

El teniente asintió.

-Bueno, yo he estado observando todos esos camiones durante los días de invierno. Y he notado que el humo que arrojan por el tubo de escape, después de haber permanecido aparcados allí durante toda la noche, es idéntico al que vi salir del auto que atropelló a ese hombre esta mañana.

Randall se quedó mirándola, sin comprender.

-Y cuando los camiones aparcan justo delante de la cafetería, después de haber estado rodando durante horas, nunca echan esa clase de vapor tan blanco.

Randall abrió los ojos de par en par y dio un puñetazo en la mesa.

-¡Claro! -exclamó.

Ella sonrió.

-Eso es -añadió-. Llamé a mi hermano por teléfono para comprobarlo. Porque él trabaja de mecánico en un garaje, en Pittsburgh. Y me dijo que tenía razón.

Randall echó mano al teléfono. Por encima del hombro, para despedirse, le dijo:

-¡Un millón de gracias, Sarah! Te llamaré.

Cuando la llamó más tarde a su casa, ella misma le respondió:

-¡Ah, hola, teniente Randall! ¿Hay noticias?

-¡Muchas y buenas! -exclamó satisfecho-. La policía estatal detuvo al homicida saliendo de Allentown hace una hora. ¡Y todo gracias a ti, Sarah! La parte delantera del coche está abollada, y le falta un trozo que seguramente será el que encontramos en el lugar del accidente; además, tiene restos de sangre y cabellos en el parachoques. El caso casi ha quedado archivado. -Vaciló con una timidez desacostumbrada-. Me gustaría darte más detalles personalmente, Sarah.

-Adelante, teniente -respondió ella-. Estoy escuchando.

-Bueno, yo quería decir… -se rascó la cabeza, irritado-, íntimamente.

Sarah ignoró ese matiz.

-Entonces, ¿la pista del vapor blanco les ayudó de veras?

A él le pareció detectar un tono irónico.

-Claro que ayudó -en su voz pudo ella distinguir la impaciencia-, Hasta que tú me hablaste del asunto, no se me ocurrió que el hecho de que el tubo de escape echara vapor blanco significaba que el motor acababa de encenderse. Yo estaba empeñado en creer que el coche vendría de lejos y que habría atravesado la ciudad sin detenerse. Pero el vapor blanco dejó claro que el conductor tenía que ser alguien de por aquí, o un conductor que hubiera pasado la noche en un lugar de la zona. El vehículo no llevaba rodando sino unos minutos antes del accidente… Además, había pasado la noche a la intemperie. Entonces probé lo más fácil, ¡y acerté de lleno!

-¿De dónde salió el coche? -preguntó ella.

-Del motel Buena Vista. El individuo paró allí a las tres de la tarde. Venía del oeste, y durmió hasta las cinco de la mañana. Poco después reemprendió su camino. Su coche fue el único en abandonar tan temprano cualquiera de los moteles u hoteles de la ciudad. Conducía un Ford azul oscuro, con la matrícula de Pennsylvania VN I67. Todo se hallaba en el libro de registros del motel Buena Vista. En cuanto pasé la información, los muchachos no tardaron más de veinte minutos en capturarlo.

-Bien -dijo ella.

El teniente cambió de tema bruscamente.

-¿Y por qué te tomaste tantas molestias…? Telefonear a tu hermano y todo lo demás… ¿tan sólo para ayudar a la policía?

-Quería que atrapasen a ese tipo. -El recuerdo del horror le volvió a la mente y se le notó en la voz. Entonces se rió y dijo-: Y aparte de eso, me parece que me gustas, teniente.

-¡Bueno!-exclamó Randall-. Magnífico. Esperaba que hubiera algo de eso también. Tengo otra idea que me encantaría discutir contigo ahora mismo.

-Si se trata de la misma idea que se les ocurre a los camioneros en la cafetería, olvídate -advirtió ella.

El oficial de la policía aclaró su garganta.

-Creo que sirves para el trabajo de la investigación, Sarah. ¿Me dejas que te invite a cenar para que podamos hablar de eso?

Ella dudó sólo lo suficiente para preocuparle un poquito. Entonces le contestó con dulzura:

-Sería encantador.

Randall colgó y echó una mirada al reloj redondo y descolorido que tenía en la pared de la oficina. Eran las cinco horas y cuarenta y cinco minutos.

 

FIN